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Los abuelos descansan en mi jardín

Un jarrón de color azulado se destaca desde hace un par de días entre las plantas de nuestro jardín, a catorce pisos de altura. Aún no tenemos una idea clara de qué vamos a hacer con las cenizas de mis abuelos. Por el momento, están cobijadas entre los helechos y la sombra de una estirada yagruma que sobresale más allá del muro del balcón. Mi madre logró –después de apelar […] Leia mais

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Da Redação

Publicado em 6 de julho de 2010 às 22h52.

Última atualização em 24 de fevereiro de 2017 às 11h39.

Un jarrón de color azulado se destaca desde hace un par de días entre las plantas de nuestro jardín, a catorce pisos de altura. Aún no tenemos una idea clara de qué vamos a hacer con las cenizas de mis abuelos. Por el momento, están cobijadas entre los helechos y la sombra de una estirada yagruma que sobresale más allá del muro del balcón. Mi madre logró –después de apelar a varias amistades y de estimular materialmente a los funcionarios indicados– cremar a sus padres que yacían en un panteón público del Cementerio de Colón. Terminada la acción del fuego, el resultado fue a parar al interior de un recipiente de barro al que se le nota –en cada centímetro– que contiene los restos de una persona.

Dentro del ánfora están Ana y Eliseo, los dos abuelos junto a los que nací y crecí en una cuartería de Centro Habana. Ella lavaba y planchaba para la calle, él trabajaba en el ferrocarril y fumaba su pipa frente a las dos curiosas niñas que éramos mi hermana y yo. Semianalfabetos los dos, habían levantado una pequeña familia a golpe de batea y jabón, de pico y pala sobre la línea del tren. Ambos exhibían esa mezcla de genio y autoridad que nos hacía quererlos y temerles. Tenían sangre asturiana y canaria, quizás por eso a “Papán” le deleitaban los guateques campesinos y a Ana en el barrio todos la apodaban “la gallega”. Sus máximas posesiones eran un escaparate y una cama de caoba y la vitrina con copas que nunca pudimos usar porque eran sólo para adornar la diminuta sala-comedor-dormitorio.

El abuelo murió el mismo año del éxodo del Mariel. Su corazón estaba acolchado en la grasa de los chicharrones de cerdo que tanto le gustaban. Se fue en paz y dejó a Ana bajo su nueva condición de viuda, al menos durante cinco años. La partida de ella fue mucho más triste: estaba sentada en la silla equivocada en la cafetería El Lluera, cuando un par de borrachos entró tirando botellas y una la alcanzó en la frente. La etapa de tener abuelos se nos acabó pronto. Adiós a las malcriadeces, a las medias remendadas por unas manos diestras y a la leche tibia llevada hasta la cama. En todo este tiempo nunca fui a ver sus tumbas, para que el granito gris no reemplazara los recuerdos que tenía de ellos. Hoy –testarudamente– han retornado junto a mí, en un pequeño jarrón tan sencillo y efímero como sus propias vidas.

(Publicado em “Generación Y”)

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Un jarrón de color azulado se destaca desde hace un par de días entre las plantas de nuestro jardín, a catorce pisos de altura. Aún no tenemos una idea clara de qué vamos a hacer con las cenizas de mis abuelos. Por el momento, están cobijadas entre los helechos y la sombra de una estirada yagruma que sobresale más allá del muro del balcón. Mi madre logró –después de apelar a varias amistades y de estimular materialmente a los funcionarios indicados– cremar a sus padres que yacían en un panteón público del Cementerio de Colón. Terminada la acción del fuego, el resultado fue a parar al interior de un recipiente de barro al que se le nota –en cada centímetro– que contiene los restos de una persona.

Dentro del ánfora están Ana y Eliseo, los dos abuelos junto a los que nací y crecí en una cuartería de Centro Habana. Ella lavaba y planchaba para la calle, él trabajaba en el ferrocarril y fumaba su pipa frente a las dos curiosas niñas que éramos mi hermana y yo. Semianalfabetos los dos, habían levantado una pequeña familia a golpe de batea y jabón, de pico y pala sobre la línea del tren. Ambos exhibían esa mezcla de genio y autoridad que nos hacía quererlos y temerles. Tenían sangre asturiana y canaria, quizás por eso a “Papán” le deleitaban los guateques campesinos y a Ana en el barrio todos la apodaban “la gallega”. Sus máximas posesiones eran un escaparate y una cama de caoba y la vitrina con copas que nunca pudimos usar porque eran sólo para adornar la diminuta sala-comedor-dormitorio.

El abuelo murió el mismo año del éxodo del Mariel. Su corazón estaba acolchado en la grasa de los chicharrones de cerdo que tanto le gustaban. Se fue en paz y dejó a Ana bajo su nueva condición de viuda, al menos durante cinco años. La partida de ella fue mucho más triste: estaba sentada en la silla equivocada en la cafetería El Lluera, cuando un par de borrachos entró tirando botellas y una la alcanzó en la frente. La etapa de tener abuelos se nos acabó pronto. Adiós a las malcriadeces, a las medias remendadas por unas manos diestras y a la leche tibia llevada hasta la cama. En todo este tiempo nunca fui a ver sus tumbas, para que el granito gris no reemplazara los recuerdos que tenía de ellos. Hoy –testarudamente– han retornado junto a mí, en un pequeño jarrón tan sencillo y efímero como sus propias vidas.

(Publicado em “Generación Y”)

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