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A falta de congrí

Hace varios años conocí a una joven que estaba a punto de viajar –por primera vez– fuera del país. Tenía tantas dudas sobre lo que encontraría al otro lado que preguntaba a quienes ya habíamos “cruzado el charco” hasta los mínimos detalles. Quería saber si debía llevar abrigo o ropa de manga corta al verano europeo y si con sus escasos conocimientos de inglés podría hacerse entender. Indagaba por nombres, […] Leia mais

DR

Da Redação

Publicado em 29 de junho de 2010 às 01h30.

Última atualização em 24 de fevereiro de 2017 às 11h40.

huelga_isa

Hace varios años conocí a una joven que estaba a punto de viajar –por primera vez– fuera del país. Tenía tantas dudas sobre lo que encontraría al otro lado que preguntaba a quienes ya habíamos “cruzado el charco” hasta los mínimos detalles. Quería saber si debía llevar abrigo o ropa de manga corta al verano europeo y si con sus escasos conocimientos de inglés podría hacerse entender. Indagaba por nombres, lugares y hasta sabores, pues una de sus aprensiones principales giraba alrededor de cuánto iba a gustarle la comida de aquellos lares. Temía, fundamentalmente, que sobre los platos no fuera a encontrar el arroz con frijoles que estaba acostumbrada a ingerir cada día.

Cuando me lo confesó tuve ganas de reírme, pero después comprendí el tremendo aprieto que para ella representaba romper su rutina alimentaria. Desde pequeña se había habituado a esa combinación tan criolla y enfrentarse a un plato de vegetales ya le parecía un sacrilegio. Estaba preocupada por tener que consumir solo espinacas o brócoli, como había visto en algunas películas, y pasarse más de un mes sin los “moros y cristianos”. El recelo le llegó a un punto que subió al avión llevándose en el equipaje varios kilogramos de su inseparable leguminosa y su cotidiana gramínea. Nunca regresó de aquel viaje, porque se instaló en el norte de Italia al parecer encantada con la sazón del lugar.

El empobrecimiento de nuestra cultura culinaria, debido a la crisis crónica que vivimos, ha hecho que el paladar apenas si se tropiece con una decena de sabores. Las “proteínas” que se muestran en los platos cubanos son las contenidas en un “perro caliente”, una porción de picadillo de pavo o un trozo de hígado de res. Estos productos poseen los precios más accesibles en las tiendas en pesos convertibles y son importados –mayoritariamente– desde ese país del norte que tanto se menciona en las consignas políticas. Hasta la carne de cerdo se ha vuelto inalcanzable y en mi barrio cuando venden huevos hay una felicidad como si se tratara del advenimiento de los mismísimos reyes magos. La repetitiva mezcla de arroz con frijoles está también por desaparecer debido al desastre agrícola, la sequía y la estatalización disfuncional de nuestros campos. Ahora, hay que desembolsar el doble y hasta el triple de dinero para disfrutar de ese congrí por el que mi amiga estuvo a punto de abortar su viaje a Europa.

(Publicado em “Generación Y”)

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Hace varios años conocí a una joven que estaba a punto de viajar –por primera vez– fuera del país. Tenía tantas dudas sobre lo que encontraría al otro lado que preguntaba a quienes ya habíamos “cruzado el charco” hasta los mínimos detalles. Quería saber si debía llevar abrigo o ropa de manga corta al verano europeo y si con sus escasos conocimientos de inglés podría hacerse entender. Indagaba por nombres, lugares y hasta sabores, pues una de sus aprensiones principales giraba alrededor de cuánto iba a gustarle la comida de aquellos lares. Temía, fundamentalmente, que sobre los platos no fuera a encontrar el arroz con frijoles que estaba acostumbrada a ingerir cada día.

Cuando me lo confesó tuve ganas de reírme, pero después comprendí el tremendo aprieto que para ella representaba romper su rutina alimentaria. Desde pequeña se había habituado a esa combinación tan criolla y enfrentarse a un plato de vegetales ya le parecía un sacrilegio. Estaba preocupada por tener que consumir solo espinacas o brócoli, como había visto en algunas películas, y pasarse más de un mes sin los “moros y cristianos”. El recelo le llegó a un punto que subió al avión llevándose en el equipaje varios kilogramos de su inseparable leguminosa y su cotidiana gramínea. Nunca regresó de aquel viaje, porque se instaló en el norte de Italia al parecer encantada con la sazón del lugar.

El empobrecimiento de nuestra cultura culinaria, debido a la crisis crónica que vivimos, ha hecho que el paladar apenas si se tropiece con una decena de sabores. Las “proteínas” que se muestran en los platos cubanos son las contenidas en un “perro caliente”, una porción de picadillo de pavo o un trozo de hígado de res. Estos productos poseen los precios más accesibles en las tiendas en pesos convertibles y son importados –mayoritariamente– desde ese país del norte que tanto se menciona en las consignas políticas. Hasta la carne de cerdo se ha vuelto inalcanzable y en mi barrio cuando venden huevos hay una felicidad como si se tratara del advenimiento de los mismísimos reyes magos. La repetitiva mezcla de arroz con frijoles está también por desaparecer debido al desastre agrícola, la sequía y la estatalización disfuncional de nuestros campos. Ahora, hay que desembolsar el doble y hasta el triple de dinero para disfrutar de ese congrí por el que mi amiga estuvo a punto de abortar su viaje a Europa.

(Publicado em “Generación Y”)

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